La mochila que cayó al andén

Hoy te he observado mientras recorrías el andén número tres, ése que, caprichoso, decidió admitir los pasos de dos en dos y desterrar los de cuatro en cuatro. He recorrido tu cuerpo de pies a cabeza y de cabeza a pies, de chaqueta a maleta y de gafas a cerámica. He tratado de encontrar aquello que hace que a veces la sonrisa se confunda al dibujar su curva, pero no estaba. Y entonces he comprendido todo. No eres tú quien arrastra un bote de pintura gris, ni está en ti aquello que ensombrece los días en los que trabaja el despertador para uno. Todo se esconde dentro de esa mochila que nos empeñamos en sobrecargar de cuando en cuando, como si en la vida debiera existir por obligación, como si caminar sin peso a la espalda fuera un lujo a merced de guión.
No hay nada más desolador que disfrutar solo a tantos por ciento, ni nada tan doloroso como despedirse con demasiado dicho y por decir. No quiero más pendientes que los de plata ni abrazos más cortos que los que consiguen despertar a las hormigas.
Te quiero conmigo, mucho en cuerpo, todo en mente. Te quiero entero, verdadero, como eres tú. Sin mochilas, sin andenes a las cinco y veinte. Con la sonrisa transparente que descubre todo lo que significas tú. Con la sonrisa cristalina que hace surgir todo lo que ahora significo yo.

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