Estanque
Alicia salió de casa aquella tarde con la mirada más apagada que de costumbre. Pensativa, ni siquiera se despidió del portero, quien sí le regaló una sonrisa como cada ansiado viernes.
Salió a la calle y el viento sacudió su pelo. Pelirrojo, enredado fuego. Y la tímida pero molesta lluvia se unió a las lágrimas que se agolpaban en el cristal. Ningún día olvidaba guardar las gafas cuando llovía. Pero ese día no era uno más.
Caminó entre las paredes de ladrillo y el ahogado grito de la ciudad. Sus piernas decidieron conducir su robótico cuerpo al parque en el que de niña descubrió infinitos juegos y qué era eso de besar.
Se tendió sobre la hierba y, empapada por dentro y por fuera, cerró los ojos y se dejó acariciar por aquellas pequeñas dosis de mar.
No supo explicarse cómo había llegado a aquel punto. Uno de tantos diminutos e insignificantes momentos de su vida, pero con un poder de absorción tan abismal que percibía flaquear sus últimos murmullos de energía.
Sentía que nunca antes había experimentado esa sensación. ¿Alguna vez se había convertido en tantas cosas y en tan pocas a la vez? Recordaba aquellas promesas que en voz alta se hacía.
- Yo siempre seré valiente. - solía decir.
Y se peinaba una trenza a un lado o se pintaba una uña de cada color. A menudo elegía un amante y, como una mantis, engullía su recuerdo incluso antes de que las sábanas se deshicieran de su olor.
- Siempre seré libre. Siempre decidiré yo.
Y así olvidaba tactos, voces, labios y sensaciones. Rechazaba abrazos. Los brazos eran las sogas que impedían la libertad. Y ella quería volar. Convertirse en alguien grande. Un ser excepcional a quien muchos admirasen, algunos amasen y un puñado de mortales incluso llegasen a odiar.
¿Y qué era en aquel momento? Solamente una loca tendida entre un verde perenne y cientos de insectos empapados que podían verla llorar.
No era libre. No del mismo modo. Y ya no quería serlo.
¿Dónde había quedado su idea de libertad?
En dos brazos que pudieron ser sogas, pero que se vistieron de seda para despistar al miedo.
Y ahí estaba el problema que le quitaba el sueño. Se rindió a la seda, que se enganchó a su cuello, a su vida y a su futuro incierto.
Pero los gusanos de seda, aunque frágiles y aparentemente indefensos, son listos y hábiles, y supieron alejarse cuando volvió a salir el viento. Fue desde ese preciso momento, cuando Alicia cada tarde salió al encuentro de las gotas de lluvia y del frío de invierno, esquivando al futuro y besando al miedo, sin quitarse las gafas, para no poder verlo.
El beso de la muerte, Cementerio de Poblenou, Barcelona. |
sencillamente increible Cris, cada día me gusta más.
ResponderEliminarUn besote y sigue escribiendo así, no lo dejes nunca:
Ali
Increible relato... se nota que has nacido para esto
ResponderEliminarMe ha encantado la sencilla manera que tienes de narrar las situaciones y sensaciones que van atravesando los personajes de esta historia.... yo soy un cirujano plastico reparador de profesion pero un poeta y escritor de alma que se apasiona cuando encuentra este talento en la web
felicitaciones todos tus post son una delicia
saludos desde argentina y hasta la proxima visita
Muchas gracias, de verdad. Me alegro mucho de que te haya gustado y espero que sigas pasando por aquí.
Eliminar¡Un saludo!