Un mal sueño
Abrió los ojos. No reconoció esa pared color marfil, ni ese cuadro de una viga de metal, suspendida entre rascacielos con una decena de obreros descansando sobre ella, como si de un simple sofá se tratase. Le entró vértigo. Miró hacia abajo. Suelo. ¿Cómo podía darle tanto vértigo el suelo? La distancia no podía ser mayor que la altura de nueve o diez de sus libros de partituras apilados. Se mareó. No comprendía nada. Nada a su alrededor le resultaba familiar y decidió incorporarse. Inmóvil, petrificada.
Estoy soñando, pensó. “Ahora que tengo la certeza de estar soñando no tardaré en despertarme, en mi habitación de siempre, con mi póster de Antony & The Johnsons junto a la cama, en lugar de ese cuadro de dementes suspendidos en el aire”.
Le gustaba más el color de su pared. Siempre le había gustado el amarillo, tal vez por eso de querer ser artista y no creer en las supersticiones. Sí, le gustaba el amarillo chillón de su cuarto; sobre todo cuando el sol se colaba por la ventana, a eso de las doce del mediodía, y hacía que el cuarto empezase a arder. Un dibujo nunca sería un dibujo sin color amarillo.
No se despertaba. Empezaba a cansarse de estar inmóvil. Quería mover algo más que la cabeza. Quería levantarse, rascarse la nariz y tomar un zumo de naranja. “Vamos, despiértate…”.
De repente fue consciente de que le costaba un poco respirar. Algo en la boca le molestaba. No podía ver qué era, tampoco podía quitárselo, pero resultaba realmente incómodo. “Vamos, despiértate…”.
Comenzó a escuchar un murmullo. “Al menos el sueño se pone interesante”. Aunque lejana, creía reconocer una de las dos voces que parecían provenir de una sala contigua. “Es mamá.”
Música. Le parecía escuchar a Beethoven; sí, sin duda era una de sus sonatas. Pocos segundos le hicieron falta para reconocerla. La número 14, es el Claro de Luna. Siempre que escuchaba esta obra maestra imaginaba al propio Beethoven tocando nota a nota la partitura a su amada, la Condesa Giulietta Guicciardi, mientras ésta le observaba con admiración.
Volvió a sentirse mareada. La música sonaba cada vez más lejana y las voces ya eran imperceptibles. Blanco.
Con dificultad volvió a abrir los ojos. Estaba en la misma habitación desconocida, la pared seguía siendo color marfil y el cuadro que detestaba no se había movido de su sitio. Pero había una diferencia, esta vez no estaba sola.
Percibió la voz de su madre, a su lado, muy cerca. No comprendía lo que decía, pero le pareció que lloraba. “Qué sueños más extraños. Creo que dejaré de tomar café.”
De pronto, su madre se acercó, la besó en la cara y rompió a llorar desconsoladamente. Intentó abrazarla, pero seguía sin poder moverse. Intentó tranquilizarla y preguntarle qué ocurría, pero el objeto de su boca continuaba allí y no le permitía articular palabra. Alguien, desconocido, retiró a su madre y comenzó a mirarle a ella, fijamente. Otra persona más. Hablaban entre sí, aunque era incapaz de reconocer una sola de las palabras que pronunciaban.
“Definitivamente, ¡despiértate!”. Pero seguía allí, inmóvil, impotente.
Unas manos se aproximaron a su boca y le comenzaron a retirar, al fin, aquel molesto objeto que apenas le permitía respirar y le impedía articular palabra. Se sintió mucho mejor. “¡Mamá!”. Nadie la escuchaba. “¡Mamá!”. Su madre y los desconocidos se aproximaron a ella. La observaron con una expresión tan compungida que sintió que algo realmente malo le estaba ocurriendo en ese sueño. ¿Por qué nadie la entendía? ¿Por qué no se despertaba?
Poco a poco fue entendiendo palabras sueltas y, finalmente, casi frases completas.
“Lo sentimos. Su hija jamás se recuperará”.
“No te angusties. Antes o después, despertarás. Antes o después, despertarás. Antes o después… serás consciente de que aquel coche ha hecho que amanezcas en una pesadilla de la que nunca, jamás, saldrás”.
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