La vida, en ocasiones, concede sus últimos coletazos tendida sobre la cama blanca de un anticuado hospital. Los débiles latidos de un octogenario corazón suenan con fuerza si se les acompaña con el coro de una mirada, de una voz, de un efecto de acción - reacción. La debilidad de los mortales se expone en paños menores cuando la dependencia absoluta protagoniza una realidad.
Los ojos empañados velan esa cama inerte, las conversaciones a base de susurros protagonizan la melodía de las horas que quedarán, o los días, o los meses... pero no hay vuelta atrás. A veces las mejores historias finalizan de repente, sin aviso, sin agonía, sin párrafos innecesarios que recarguen de grises recuerdos lo que, hasta entonces, fue una novela sin erratas digna del mejor escritor.
Alargar lo inevitable con artilugios y sustancias "milagrosas" puede resultar innecesario. Al fin y al cabo... ¿no se traduce en más dolor?

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