Adoro repasar a diario las calles en las que la ausencia de calor -gracias querido profesor- aparece a eso de las siete. Observar el esmalte desgastado de mis pies a través del agua en el que no soy capaz de adentrarme cuando empiezan a humedecerse mis rodillas. Hacer planes que el tiempo inutiliza, dar la bienvenida al calor sofocante con una sonrisa y comer pipas hasta que los labios no dejan de picar. No me acuerdo de qué es despertarse y no masticar aire con sabor a canela, ni ver al carpintero de la eterna bicicleta observar tras la ventana a qué hora salimos a comprar el pan.
Puedo lloriquear mil veces por la monotonía de los días, por las personas que no llegan o por aquéllas que se van. Pero, lo cierto... es que no quiero pisar trenes, ni ocupar plaza en autobuses que me lleven a otro lugar. 





Mi pequeño paraíso

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