Es lo mismo que produzca palabras durante dos minutos que intente no tragar saliva durante treinta. Podemos hablar acerca  del destino del universo o del buen tiempo que el señor de la nariz colorada anunció para ayer, o incluso de ese vestido de princesa que espera en la tienda para ser expuesto el día tres. Da igual. Es lo mismo ocho que ochenta. Pero no es lo mismo hoy que ayer. Ayer fue hace veinticuatro horas. Ayer el cielo era color de rosa. ¿No ves las nubes que lo cubren hoy? No me acuses de locura transitoria, soy consciente de que el astro rey ya no descansa, me lo dice la franja de luz que, cada día, asoma en mi terraza de cinco a seis. No hablo de esas nubes, no veo esas nubes, veo unas nubes que parece ser que tú no ves.
Yo no sé pasar de cero a cien, ni mis frenos son los del Fórmula 1 que pilota el hombre de la gorra roja en el canal que nadie ve. Mis engranajes no funcionan a grandes velocidades, sólo soportan una velocidad constante, necesitan beber unas gotitas de aceite al menos un día de cada tres.
No me digas que lo necesitas o que, simplemente, te apetece. La vida no es sólo apetecer. Treinta no es lo mismo que una vez por semana. Tal vez exista un enorme libro de instrucciones para poder funcionar de otra manera, pero creo que mis bolsillos se rompieron algún día en el que se me escapó de las manos todo lo que podía llegar a ser, pero, ahora me doy cuenta, nunca fue.

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