Lo invisible también se lee

No puedo abrir mi ventana, el viento se cuela fuerte; tan fuerte que se lleva todo por delante y la ceniza de ese cenicero que un día decidí que fuese gratuitamente mío vuela por toda la habitación.
A veces estoy al 20% y habitación se escribe sin H y con V y no estoy segura de ser realmente yo.
A veces la cama se vuelve lo más apetecible y cerrar los ojos, durante unas horas más, una tentación en la que me resulta complicado no caer.
A veces, siempre, leo lo que escribes, pero prefiero imaginar lo que falta por decir. Siempre me gustó leer entre líneas, donde todo vale, donde busco lo que quiero... y lo encuentro, aunque muy probablemente lo legible es lo único que existe en realidad. Será porque me gusta escribir en los espacios en blanco, donde nadie sabe lo que digo, únicamente yo y, tal vez, las pocas personas en el mundo que creen que conocen el engranaje de mis ideas. Escribo lo que pienso e, incluso, aunque no siempre lo parezca, suelo pensar lo que escribo. O no. ¿Por qué privar a las ideas de reencarnarse en palabras? Siempre disfruté de esos textos hechos con palabras sin sentido; sin sentido para quien los lee, pero hilados a la perfección por la mano que los permitió nacer. Con un sentido propio, personal, unívoco...
Lo cierto es que siempre guardo una cajita para mí, bajo llave, escondida de todo el mundo, porque es más fácil así. Mostrarme vulnerable nunca estuvo entre mis aficiones.

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